EL ÁRBOL DE NAVIDAD



 En el jardín de la gran casa de la colina convivían en paz todo tipo de plantas y  arbustos. Cada uno poseía su pequeña parcela de tierra en la parte trasera de la vivienda, desde donde se divisaba la salida del sol y quedaban al abrigo del viento que, a veces arreciaba con fuerza. 
Allí los pequeños arbustos desplegaban sus bellas flores vistiendo el día de
intensos colores.
Las coronillas de color amarillo, y las lilas del color de su nombre se mostraban alegres en los meses de verano, para recogerse cautelosas, en el frío invierno.
No como el valiente brezo, que aguantaba estoico sus rosadas perlas durante 
todo el año.
—¿De verdad que no tienes frío? — preguntaba tembloroso el pequeño rosal de pitiminí, cuando las heladas cubrían de blanco el jardín—Yo, si no fuera por el impermeable con que nos abriga la jardinera, moriría sin duda.
—¡Yo soy una planta silvestre ¡—exclamaba ufano y orgulloso el florido brezo.—No le temo a la escarcha.
—Ja, ja, ja. — se oía a lo lejos—Qué arbusto tan presumido. Y eso que no levantas un palmo del suelo. Mírame a mí y aprende. No es necesario estar florido para ser adorado en la casa. 
Todos giraron sus ramas hacia un abeto de gran porte, de forma triangular y repleto de pequeñas agujas puntiagudas que se alzaba majestuoso en un lugar privilegiado del jardín.
—Yo no gasto mi tiempo en florituras, prefiero mantener mi verde intenso y mis 
piñas bien cerradas—siguió burlón
— No hagáis caso a ese presuntuoso abeto—dijo el boj—En cuanto llega el invierno, se le suben los humos a la copa y se cree más importante que nadie.
—La verdad es que ¡es tan guapo! —le miraba absorta la acacia mimosa, mientras soltaba un pequeño suspiro que llenaba el jardín de olorosa fragancia.
—Es un brabucón—insistía el boj con su voz de antiguo galeno, mientras sacudía sus miles de hojas.
—No hay que fiarse mucho de las apariencias— apuntó la vieja encina desde un rincón apartado del jardín. —La historia de Abeto es una historia de fuerza y superación.
—¡Cuéntanosla, Encina por favor, cuéntanosla ¡— pidieron a coro las campanillas
— Ejem, ejem…— aclaró su voz la encina, sintiéndose importante por un momento.
— Estos jóvenes pimpollos ya no escuchan a los mayores — pensó mientras rememoraba su relato. —Todo comenzó hace unos años cuando la jardinera tuvo la genial idea de contar con un arbolillo dentro de la casa, para llenarlo de luces de colores y guirnaldas y dar una sorpresa a los niños. Pondrían los regalos a sus pies y cantarían bonitas canciones navideñas.
—Pero ¡ los árboles no pueden vivir dentro de las casas¡—exclamaron todos
—Bueno, no es así exactamente—dijo la encina— mientras mantengamos la tierra sobre nuestras raíces es posible, aunque exige ser un árbol fuerte y sufrido. Así que, la jardinera extrajo a Abeto de la tierra cuando aún era un pequeño arbolito y lo puso en una maceta en la casa.
—¿Una maceta? ¿qué es una maceta? — preguntó tembloroso el rosal.
—No interrumpas, Rosi— dijo absorta la mimosa, que cada vez admiraba más a aquel elegante abeto.
— Una maceta es como una parcela pequeña de tierra dentro de un recipiente— siguió explicando la encina — Allí se mantuvo firme y erguido luchando por acoplar sus raíces a tan reducido espacio. No fue fácil cargar con todos aquellos adornos que le aprisionaban las ramas.
—Me está dando mucho miedo —lloriqueó un pequeño sauce llorón.
Al cabo de un mes —prosiguió la encina— la jardinera lo devolvió al jardín, agotado tras el esfuerzo, pero vivo…Y desde entonces cada año, cuando empiezan a caer los primeros copos de nieve anunciando la Navidad, Abeto se prepara para una nueva oportunidad de convertirse en un árbol especial.
—Pero Encina, eso debe ser muy duro y extenuante—insistió el rosal
—Así es, cada año es más difícil para él volver a ser lo que es, pero mientras tanto, sabe que ha encontrado un sentido a su existencia haciendo felices a todos los que le observan— dijo Encina con voz cansada.
—Falta algo importante en tu relato, vieja amiga — dijo sonriente Abeto, que escuchaba atento desde su atalaya— No todos los humanos se preocupan tanto por nosotros. A muchos de mis congéneres no se les da la oportunidad de seguir viviendo y acaban convertidos en virutas de madera. Yo me mantengo fuerte y vivo gracias a los cuidados y el compromiso de nuestra jardinera.
Un silencio de fascinación recorrió entonces el jardín.
Todas las plantas y arbolitos miraron con admiración a aquel majestuoso árbol que cada año moría y renacía para disfrute de aquellos humanos que, durante un pequeño espacio de tiempo veneraban la vida vegetal, y sintieron que tenían delante a todo un héroe.

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