UN CORAZÓN TRUJILLANO

     
Plaza de Trujillo

Orgulloso y altivo, el marqués de la Conquista contempla la ciudad desde su caballo.
Desde su privilegiada posición en la majestuosa ágora central, es mudo testigo del devenir de los tiempos.
A sus pies quedan siglos de historia impresos en las calles empedradas, los suntuosos palacios y las hermosas iglesias, donde sus gentes convergen y conviven en un trasiego continuo.
El carácter afable de sus lugareños, la cadencia al hablar de sus mujeres, el semblante alegre de sus hombres, signos propios de un pueblo orgulloso de su pasado, que mira esperanzado hacia el futuro.
Niños que se convertirán en hombres a la sombra del castillo.
Niñas de refajo y pañuelos de colores que cada Domingo de Pascua bailarán alegres en el Chíviri.
Por un momento recuerda otro tiempo de viajes y aventuras, de tierras inhóspitas que conquistar, de lucha y riqueza, de amores y desdichas.
Una vida que se perdió allende los mares, mientras su corazón trujillano, solo una última voluntad pedía a su Dios: volver a ver su hermosa tierra.
Desde entonces, el gran conquistador observa satisfecho como el lugar que lo vio nacer es punto de encuentro de gentes y culturas. Y es feliz

                                                                      


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