CLOE
Conocí
a Cloe un día de primavera.
El
sol lucía esplendoroso y nos llenaba de calor con sus rayos. Cloe estaba
tumbada en una mantita amarilla a mis pies. Reía y de su boca salían pequeños
borboteos sin sentido que, sin embargo, daban idea de que era una niña feliz.
Sus padres eran viejos conocidos para mí, aunque nunca su relación llegó a ser
tan importante como la que tuve con la pequeña.
Durante
años la vi crecer. Vi sus primeros pasos vacilantes e incluso amortigüé alguna
caída. Fui testigo de sus juegos infantiles y me llevé algún golpe de sus
juguetes lanzados sin piedad. La escuché leer en voz alta sus primeros cuentos
con vocecita vacilante, y aprendí a descubrir en sus ojos las historias de
aventuras o románticas que ella interpretaba en sus libros, según la ocasión.
Algunos
días las lágrimas inundaban sus ojos y lloraba abrazada a mí, escondiendo su
cabeza en mi regazo. En otras ocasiones canturreaba alegre a mi alrededor,
entonando canciones de amor y felicidad.
El
día en que nuestras vidas quedaron ligadas para siempre, no estaba sola. Llegó
con un muchacho de la mano, y una sonrisa tímida y brillante a la vez. Cloe
tenía 16 años y aquel mozalbete posiblemente, pocos más. Sus miradas hablaban
de amor, un amor adolescente y limpio, sin fecha de caducidad. El primer amor
siempre es así, eterno y sin fin. Lo sé porque he sido testigo de muchos.
Sentados
a mi lado, despacio, casi a cámara lenta sellaron su amor con un primer beso
que sería el preludio de muchos otros. Y entonces ocurrió. Sin soltar sus manos
sellaron una promesa de amor eterno que, por unos momentos me hizo llorar.
Un
pequeño amago de corazón con sus nombres dentro quedó para siempre impreso en
mi dura corteza.
Entre
el resto de los árboles del parque, aquella señal de identidad me hizo sentir
importante, yo ya no era un árbol cualquiera, llevaba su nombre grabado.
Aunque
para mí el tiempo pasa muy lento, a partir de ahí la vida de Cloe fue muy
deprisa. Volvió cientos de veces a sentarse sobre mis raíces elevadas sobre el
suelo.
Un
día fatídico, sin saber por qué, aparecieron unos hombres vestidos con monos azules
dentro de un vehículo con remolque. Algo en su actitud me dijo que estaba en
peligro, quizás serían aquellas horribles herramientas afiladas que portaban en
sus manos.
Lo
malo de tener los pies atados al suelo es que no puedes huir del peligro. Me eché
a temblar agitando mis ramas como pude, pero fue inútil. El primer golpe de
aquel hacha cayó sobre una de mis ramas más frondosas, aquella de la que yo me
sentía más orgulloso, la que servía de asiento a cientos de pájaros que me
alegraban los días. Un dolor indescriptible recorrió mi cuerpo de madera, que
sufrió una y otra vez aquellos golpes mutiladores. Mi hermoso apéndice se fue
quebrando poco a poco al tiempo que las hojas se desprendían de mí.
Ya
había aceptado que era mi final cuando escuché a lo lejos una voz conocida que
gritaba mientras se acercaba a toda prisa.
Cloe
se había convertido en una hermosa mujer, fuerte y segura. Sin ningún miedo se
interpuso entre mí y los operarios que se quedaron atónitos ante la firmeza de
su decisión.
Los
hombres quedaron mudos y quietos por un momento, pero tras la sorpresa inicial
se echaron a reír, burlándose de aquella muchacha, que lejos de amilanarse, se
abrazó a mi tronco con fuerza.
—Estoy
hablando en serio—repitió Cloe con un semblante grave—lo he visto muchas veces
durante años. Si seguís dañándole estáis en peligro.
En
ese momento comprendí que Cloe estaba ganado tiempo para evitar lo inevitable.
La dureza de su voz, su firmeza, su valentía, me sorprendieron a mí también,
pero supe que debía actuar de inmediato.
Durante
siglos los hombres han mutilado y arrancado árboles sin piedad, nunca nos
defendimos, simplemente aceptamos nuestro destino sin más. Esta vez sería
diferente, tenía a mi lado la fuerza de aquella mujer y no tiraría la toalla
sin al menos intentarlo.
Una
savia caliente recorrió mi tronco y aún no sé muy bien cómo, trasladé tal
impulso a mis dañadas ramas, que empezaron a moverse febrilmente de manera
violenta, provocando a mi alrededor un enorme remolino de aire. Por un momento
me olvidé de que soy un ser amarrado a la tierra y creí que podría alzar el
vuelo, con Cloe abrazada a mí sin miedo, mientras aquellos hombres huían
despavoridos, invocando a Dios y a todas las fuerzas celestiales.
Cuando
todo pasó, la muchacha me susurró:
—Nunca permitiré que te dañen, tú formas parte
de mi vida.
Y
no sé qué hizo Cloe, no sé con quien habló, ni qué hilos movió, pero lo cierto
es que nunca más volvieron a intentar lastimarme.
Han
pasado muchos años desde entonces. Cloe cumplió su palabra y nunca dejó de
visitarme, hasta que su cuerpo agotado por el paso del tiempo, la abandonó un
día. Yo quedé sumido en tal tristeza que algunas de mis hojas, antaño
brillantes y verdes, se volvieran de color ocre, como la tierra que la acogió.
Pero
en un último acto de amor, ella quiso quedarse por siempre a mis pies, donde yo
vigilo su descanso. Desde entonces un manto de hierba fresca cubierta de
amapolas, crece a mi alrededor. Y de nuevo vuelvo a ser feliz.
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