La gran dama

Mi abuela María
Era alta y delgada, no sé si como su madre, pero seguro que el carácter lo sacó de su padre.
Porque de otra manera, no se explica cómo en una época de sumisión femenina, ella fue capaz de sacar adelante a su familia a pesar de tantas adversidades.
Era un tiempo convulso de intrigas y enemigos, y quizás fuera el carácter alegre y la buena presencia de su esposo, lo que despertó a la bestia del resentimiento y la envidia. El caso es que el monstruo llamó una noche a su puerta para llevárselo para siempre.
Y ella quedó sumida en la más terrible soledad, a pesar de contar ya con tres hijos a los que alimentar.
Como tantas mujeres de su época, madrugaba para ir a la tahona y allí cocían el pan para varios días. Volvía a la casa  para apañar la merienda.  Luego, al río con su rodilla de paño en la cabeza donde apoyaba el cesto de mimbre con la ropa para lavar. Y vuelta a la casa para seguir haciendo los oficios.
Me contaba, mientras atizábamos la lumbre con nuestros mandiles, que cambiaba el aceite que daban las aceitunas de su pequeño olivar, por harina para amasar pan, y aquello les salvó del hambre.
Ahora yo, abuela━le decía yo, agitando mi mandilito
━No, tú no, que eres chica━respondía sabiendo cual sería mi respuesta.
━¡Yo sí, tú no!
━¡No! Yo sí, tú no...
Y así entrábamos en aquel bucle del cual,  yo solía salir victoriosa.
Me gustaba sentarme con ella a la mesa camilla mientras cosía afanosa  y yo hacía mis primeras puntadas en un retal.
—Coser sin dedal es de cochinas—me decía.
Siempre tenía un refrán para cada ocasión.
—No te mires al espejo que se ríe el demonio
—No te asomes al pozo que está la tentación. 
Y yo me imaginaba la tentación en forma de serpiente que subía por el brocal.
Cubría su cabeza con un pañuelo negro en su condición de viuda y anudaba otro de color blanco  a su garganta,  para intentar mitigar el avance de un incipiente parkinson.
Sus últimos años de vida los dedicó a seguir cuidando de la familia como la gran Matriarca que era.
Fue una mañana de noviembre cuando la encontré como siempre, con los ojos abiertos en su cama, pero esta vez sus pequeños ojos claros ya no rebosaban de vida.
Se fue en silencio y con el anhelo de volver a su casa.
A veces creo que heredé su carácter y determinación, también yo, como ella, soy cabezota y mandona.
Ella me inculcó el orden y la disciplina, el esfuerzo y el tesón, quizás olvidó regarlo todo con un poco más de paciencia y cariño. 
Ahora desde la perspectiva de los años, me doy cuenta que me fabricó un escudo protector, aunque yo quisiera un vestido de abrazos.
Algún día, quizás yo me convierta en esa Gran Dama, ni tan alta, ni tan delgada, pero igual de protectora con los míos.
Para entonces, espero haber aprendido de ella, que la protección más eficaz es el amor.






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